Charlas en la Fe: Formación cofrade

La formación de este año a versado sobre cuatro temas importantes, de los que ahora os ofrecemos una resumen: “El sínodo de la familia”; “¿En qué creemos?”; “La alegría de la evangelización”; “Una cruz abrazada, o una cruz soportada”.

La alegría de la evangelización. Toñuca García-Minguillan

Es un privilegio poder hablar de la exhortación apostólica del Papa Francisco, pues aborda los problemas y riesgos del mundo actual, donde triunfan el consumismo y el individualismo, males que aíslan las conciencias y no dejan espacio para los demás, convirtiéndolo en un lugar de injusta desigualdad. Además establece las claves para arraigar y desarrollar el bien: comunicación de la experiencia de verdad y de belleza, la alegría de evangelizar, y el derecho de todos a recibir el anuncio del Evangelio junto al deber de todo cristiano de realizar el anuncio sin excluir a nadie.

El Papa Francisco nos invita a “recuperar la frescura original del Evangelio”, a redescubrir la Misericordia como “la más grande de las virtudes”, a abrir las puertas de la Iglesia para “salir hacia los demás”, a llegar a las “periferias humanas” de nuestro tiempo y a vivir en un “estado permanente de misión”, al mismo tiempo que nos alerta de la actual “cultura del descarte” y la “idolatría del dinero”.

El pontífice centra el desarrollo de esta exhortación en la dimensión social de la Evangelización, ya que por medio de ésta, nos brinda a todos los cristianos un nuevo encuentro con Jesús de Nazaret, que está vivo y ofrece plenitud de vida y salvación a los creyentes: “La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.

¿En qué creemos?. Carlos Martínez

La exposición de nuestra fe, su manifestación en cada eucaristía a la que asistimos o cada vez que lo rezamos, se convierte en una letanía sin sentido, en una costumbre, en una formulación que nunca se gasta pero cuyo efecto va perdiéndose si no la llenamos de significado recordando a lo que nos compromete.

El Credo es la raíz de nuestra fe, pero una adhesión que debe hacerse por convicción. Nos podemos acercar a ella en un principio por la costumbre, por la devoción, pero luego tenemos que ahondar en el misterio de la fe para asentar los cimientos. Solo una creencia basada en argumentos y en conocimientos tiene raíces para convertirse en un gran árbol que nos dé cobijo a nosotros y a los que nos rodean. Como decía San Juan “La casa edificada sobre roca no se hunde”.

Pero no debemos olvidar que el Credo es sobretodo una proclamación de amor. El de Dios por los hombres y el de los hombres por Dios. Es Dios el que murió por nosotros, es Dios el que baja al infierno para rescatar las almas de los que no lo conocieron. Un infierno que, como decía C.S. Lewis, está candado por dentro, pues es la soberbia la que conduce allí a los infelices que nos son capaces de amar más a Dios que a sí mismo. Un amor que no es algo ficticio, sino que lo encontramos en los hermanos que nos rodean, en el Dios que perdona nuestros pecados, en el Dios que se hace hombre para ser como nosotros, en los Santos en los que creemos pues son testimonio de la divinidad de los seres humanos.

Definitivamente el Credo no es una lista de obligaciones a creer, no es un manifiesto de adhesión, no es un juramento de obediencia, no. El Credo es la manifestación del amor divino por los nosotros, y al que nos comprometemos a corresponder de la manera falible, torpe, egoísta y diletante de siempre, es decir, a ser profundamente humanos, como nos quiere Dios.

¿Una cruz abrazada o una cruz soportada?. Padre Francisco

“Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre” (Mt 24,30).

La cruz es el símbolo del cristiano, que nos enseña cuál es nuestra auténtica vocación como seres humanos. Hoy parecemos asistir a la desaparición progresiva del símbolo de la cruz. Desaparece de las casas de los vivos y de las tumbas de los muertos, de los colegios, de los hospitales, de los sitios públicos, hasta se discute si la pequeña cruz que aparece en los escudos de algunos clubs de fútbol no tendría que desaparecer. Y la razón que se da es por no herir la sensibilidad de alguien. Y lo más grave: desaparece sobre todo del corazón de muchos hombres a quienes molesta contemplar a otro hombre clavado en la cruz. Esto no nos debe extrañar, pues ya desde el inicio del cristianismo San Pablo hablaba de falsos hermanos que querían abolir la cruz: “Porque son muchos y ahora os lo digo con lágrimas en los ojos, que son enemigos de la cruz de Cristo” (Flp 3, 18). Y sin embargo, queramos o no queramos, la cruz sigue plantada.

La cruz es símbolo de humillación, derrota y muerte para todos aquellos que ignoran el poder de Cristo para cambiar la humillación en exaltación, la derrota en victoria, la muerte en vida y la cruz en camino hacia la luz.

La cruz nos enseña quienes somos. Con sus dos madero nos enseña cuál es nuestra dignidad: el madero horizontal nos muestra el sentido de nuestro caminar, al hacerse Jesucristo igual que nosotros en todo, excepto en el pecado. El madero que soporta los brazos de Cristo nos enseña a amar a nuestros hermanos. El madero vertical nos da una lección de cuál es nuestro destino eterno. No tenemos morada acá en la tierra, caminamos hacia la vida eterna.

La cruz nos recuerda el Amor Divino que nos entregó en ella. La cruz es el recuerdo de tanto amor del Padre hacía nosotros y del amor mayor de Cristo, quien dio la vida por sus amigos. El demonio odia la cruz, porque nos recuerda el amor infinito de Jesús.

La cruz es signo de nuestra reconciliación con Dios, con nosotros mismo, con los humanos y con todo el orden de la creación en medio de un mundo marcado por la ruptura y la falta de comunión.

La señal del cristiano

Cristo tiene muchos falsos seguidores que sólo lo buscan por sus milagros, pero Él no se deja engañar: “El que no toma su cruz y me sique no es digno de mi” (Mt 7, 13). Y es que mirar la cruz nos salva. El centurión pagano se hizo creyente; Juan, el apóstol que lo vio, se convirtió en testigo.

“Porque la predicación de la cruz es locura para los que se pierden…. Pero es fuerza para los que se salvan” (1 Cor 1, 18), como el centurión que reconoció el poder de Cristo crucificado. Él ve la cruz y confiesa un trono; ve una corona de espinas y reconoce a un rey; ve a un hombre clavado de pies y manos e invoca a un salvador. Por eso el Señor resucitado no borró de su cuerpo las llagas de la cruz, sino las mostró señal de su victoria.

Hay otra clave de lectura de la cruz, válida siempre, es leerla desde la pasión y muerte del hombre actual y en solidaridad con todos los crucificados de la tierra y víctimas de la maldad humana. Pues en ellos como en un sacramento, está Cristo sufriente, oculto pero real, según la parábola del juicio final.

La cruz está plantada todo el año en nuestras calles. Su cruz está plantada en los caminos de la vida, en cada monte de la historia, en cada esquina o ángulo del mundo, en cada hombre o mujer, niño, joven o adulto, que sufre o muere víctima del hambre y la enfermedad, de los genocidio y la guerra, del terrorismo y la violencia, del abandono y el engaño, de la cárcel y el exilio, de la injusticia y la opresión, de los drogadictos y alcohólicos, de los niños concebidos y no nacidos, de los sin techo y sin trabajo, en los explotados sexualmente y en trabajos forzados; en una palabra, víctima de todo lo que es negación de la persona, sus valores y sus derechos.

En cada uno de estos hermanos nuestros sufre y muere Cristo, pues Él se identifica con ellos: “Todo eso conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Toda deformación y cicatriz en el rostro del hombre es una bofetada en el de Cristo. Si lamentamos la muerte injusta de Jesús, no podemos dejar de sentir la cruz y muerte de nuestros hermanos, solidarizándonos con todo el que sufre. Como decía Blas Pascal: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo; no podemos entregarnos al sueño durante este tiempo”. Así completamos en nuestra carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia.

Vosotros los cofrades sois de inspiración franciscana, habéis nacido a la sombra del árbol frondoso de la Orden de Hermanos Menores Capuchinos. Y Francisco de Asís fue el “Hombre de la Cruz”. Tas es así que fue marcado incluso en su exterior: manos, pies y costado, con las llagas de la Pasión. En la Edad Media se le llamó el Alter Cristus. En vuestro emblema lo lleváis muy bien significado. Una corona de espinas. La cruz flanqueada por dos brazos con las manos abiertas y llagadas, el brazo desnudo de Cristo y el brazo vestido de Francisco. Francisco es la perfecta radiografía de Cristo. Es la mejor síntesis de lo que he intentado exponer en esta reflexión.